En los años 70 y 80 era usual tropezarse por las calles, en guaguas y cualquier otro espacio público a ciertos personajes portando gigantescas reproductoras que les hacían sentir “los más mejores”.
Si aquellas grabadoras, como las llamaban, eran plateadas, mucho mejor, y mientras más grandes eran y por tanto más visibles, pues el placer era casi orgásmico.
Pero placer solo para quienes las portaban. Aquel exhibicionismo buscaba, más que alegrar al prójimo con música gratis, evidenciar cierto estatus lo mismo en cuestiones de la moda que financiero.